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“Reparar el daño de Trump”
Tras el reciente triunfo demócrata en la Casa Blanca y el Capitolio, se abrió un escenario promisorio, aunque no libre de obstáculos, para emprender una reforma migratoria de gran alcance en los Estados Unidos.
Durante su campaña, el presidente Joe Biden se refirió enfáticamente a la necesidad de adoptar disposiciones rápidas para reparar el daño que el ex presidente Donald Trump había ocasionado a decenas de miles de migrantes irregulares -en su mayoría, centroamericanos- y volver a los valores tradicionales de acogida de extranjeros, en un país edificado por migrantes. En particular, a tratar con dignidad y justicia a los solicitantes de asilo y refugio (hacinados y bajo precarias condiciones en México, o bien deportados a sus países de origen) y la reunificación de las familias de migrantes. Además se comprometió a modernizar el sistema de inmigración de los Estados Unidos y a transformar el clima de rechazo y de xenofobia que promovió Trump, no solo en las comunidades de destino de los migrantes, sino entre los agentes migratorios y fuerzas de seguridad, que provocó decenas de víctimas mortales, incluyendo niñas y niños.
Biden dio especial énfasis a abordar las raíces o causas de la migración irregular en los países del Norte de Centroamérica, aunque, como iniciativa concreta solo aludió a un programa de cooperación de USD 4,000 millones, que deberá ser trabajado con el Capitolio. Cuando Joe Biden se desempeñó como vicepresidente de Barack Obama estuvo a cargo del Plan Alianza para la Prosperidad de los Países del Triángulo Norte, que dispuso de un presupuesto de USD 2,000 millones, cuya ejecución fue precaria.
Este Plan fue integrado a finales de 2014 (después de la crisis humanitaria de la niñez migrante no acompañada en agosto de ese año) por el Banco Interamericano de Desarrollo con los insumos, prioridades y líneas de política pública de los gobiernos centroamericanos, y nunca fue un programa de transformación que removieran las causas de la migración irregular. Ambiciosamente solicitaba un presupuesto de USD 20,000 millones para ejecutar en cuatro años, y su propuesta consistía en multiplicar el número de acciones y programas de lo que cada gobierno de la zona ya venía realizando. Una lógica de hacer más de lo mismo, pero con más recursos. Como sea, el Plan no prosperó y cuando el presidente Trump asumió en enero de 2017 invirtió los términos de la fórmula: primero “seguridad” y después “desarrollo”. Más adelante lo repudió, decidió cancelar la cooperación bilateral vía USAID y otras agencias, y propuso su propio enfoque: América Crece, un plan basado en el financiamiento del desarrollo proveniente de las corporaciones centroamericanas, con su contrapartida estadounidense, que también consechó pocos frutos.
La reforma migratoria del presidente Biden
Una vez que asumió la Presidencia de los Estados Unidos el pasado 20 de enero, Joe Biden puso en marcha acciones urgentes que enviaron señales inequívocas de que empezaba la reversión de la política del expresidente Trump: a) Empezó por presevar y fortalecer la Acción Diferida para los llegados desde la infancia (DACA, por sus siglas en inglés), b) Suspendió los Acuerdos de Cooperación y Asilo (ACA, o acuerdos de “tercer país seguro”) con El Salvador, Guatemala y Honduras.[1] Complementariamente, inició el proceso para cancelar los Protocolos de Protección de Migrantes (MPP, por sus siglas en inglés), conocidos también como “Quédate en México”, que impedían que los migrantes solicitantes de asilo pudiesen ingresar mientras se estudiaba su situación. El MPP provocó una crisis humanitaria en la frontera de México y Estados Unidos, que se vio agravada por la pandemia del Covid-19 a partir de marzo de 2020.
El presidente Biden además reafirmó la vigencia del Estatus de Protección Temporal (TPS, por sus siglas en inglés) para hondureños, nicaragüenses y salvadoreños, que estuvo en riesgo durante el periodo de Trump. Y finalmente anunció la ruta para regularizar la condición migratoria de alrededor de 11 millones de migrantes, de los cuales cerca del 80% son centroamericanos y mexicanos. En su Orden Ejecutiva, Biden creo un marco para abordar las raíces de la migración irregular, mientras ordena el proceso de admisión de solicitantes de asilo y genera condiciones de seguridad para quienes permanecen en territorio estadounidense sin documentos, y se reunifican las familias.
En consonancia con la propuesta de reforma migratoria del presidente Biden, el senador Robert Menéndez (New Jersey), de larga trayectoria en iniciativas de reforma migratoria, y la representante Linda Sánchez (California), presentaron el mismo 20 de enero un ambicioso plan, “históricamente progresista”, la Ley de Ciudadanía Estadounidense para regularizar a los cerca de 11 millones de indocumentados. La legislación requiere no solo el apoyo de la Cámara de Representantes, sino el 60% de votos en el Senado -que está repartido 50-50 entre demócratas y republicanos- por lo que tendrá que ser resultado de un acuerdo bipartidista.
En resumen la propuesta contempla: a) Un camino a la ciudadanía de los indocumentados que pueden solicitar un “alto temporal” a su deportación e iniciar un proceso para obtener la residencia temporal al cabo de cinco años, y tres años después naturalizarse, si es su opción; b) Los beneficiarios del DAC, TPS y trabajadores agrícolas, tras cumplir requisitos específicos, pueden calificar para la residencia permanente; c) Reforma del sistema de inmigración para eliminar los largos tiempos de espera, bajar la saturación de casos pendientes e incrementar los cupos disponibles, según el país de origen (esto es, un marco favorable para la reunificación familiar); d) Aumento de visas de trabajo, de 140,000 a 170,000, y “visados de diversidad” (sorteos) de 55,000 a 80,000; e) Otro enfoque a la seguridad fronteriza, que consiste en despliegue de tecnología y otras formas de control para identificar el tráfico de estupefacientes ilícitos y otros tipos de contrabando; f) Remover las raíces de la migración irregular mediante inversión (cooperación de USD 4,000 millones en cuatro años) y reducción de la corrupción endémica, la violencia y la pobreza.
Los factores de expulsión de población se potencian
Los países del norte de Centroamérica están colapsados. Sus democracias están secuestradas por redes de corrupción y crimen. Los aparatos estatales han perdido la capacidad de prestar servicios esenciales a la población, como salud, educación e infraestructura básica, además de seguridad. Grupos criminales ejercen una “gobernabilidad alternativa” en porciones de territorios cada vez más dilatados, además sus agentes -cada vez más, de manera directa y abierta- están ocupando cargos de representación en los Congresos o Asambleas Nacionales, en los gobiernos municipales, y en delicados cargos de defensa y seguridad pública, fiscalías y administración de justicia.
El Salvador responde menos a este perfil, pero definitivamente Guatemala y Honduras encajan en el concepto de reconfiguración de Estados mafiosos y de anomalías democráticas con riesgos autoritarios. Es decir, son potenciales fuentes de inseguridad internacional, en una posición geográfica sensible para los Estados Unidos.
Entre tanto, las economías se han estancado. Aunque no manifiestan desórdenes macroeconómicos, tampoco están generando los empleos decentes (formales, con ingresos para adquirir la canasta básica ampliada) ni invierten en el incremento de la productividad. En promedio más del 70% de la fuerza laboral (que podría subir al 80% tras la pandemia) sobrevive en actividades informales, que consumen mucho tiempo y energía, pero tienen una rentabilidad muy baja, sea en el comercio, los servicios básicos o la agricultura. La inversión privada interna es insuficiente y la inversión extranjera directa no confía en países con sistemas de justicia capturados y legislaciones volátiles.
Tras la pandemia del Covid-19 los factores de expulsión de población se han reforzado. Aunque con diferencias, los tres países resintieron su precaria institucionalidad. En primer lugar, hubo dificultades para identificar quiénes eran y dónde vivían las personas más vulnerables y que requerían asistencia. El rezago en la producción de estadísticas oficiales y la discontinuidad de los programas de transferencias condicionadas de la década anterior, conspiraron contra el buen diseño de los programas de emergencia. En segundo lugar, quedó de manifiesto que la baja densidad estatal en los territorios nacionales dificultaba que los gobiernos centrales asistieran con eficacia a las poblaciones. Los gobiernos, entonces, se apoyaron en las autoridades municipales, cuyas capacidades técnicas y logísticas son notoriamente desiguales. De ahí que la identificación de personas beneficiadas se señaló como sesgada y con fines de clientelismo político. Estudios independientes en los tres países acerca de la eficacia de los programas de emergencia, han concluido que la ayuda llegó tarde y muchas veces a quienes no la necesitaban.
La pandemia del Covid-19 puso en evidencia la precariedad institucional de los tres países del norte de Centroamérica y, aunque en general, hubo concertación política entre los poderes del Estado sobre en qué dirección reaccionar, la baja ejecución de los programas de asistencia y el hecho de que las autoridades, en general (quizá menos en Honduras), la limitada comunicación pública y la falta de amplios acuerdos con la sociedad civil organizada, provocaron la erosión acelerada de la gobernabilidad democrática y la pérdida de aprobación de los tres presidentes (Mitofsky, julio 2020). Aunque universidades y centros de pensamiento, así como líderes de opinión, advirtieron que la crisis del Covid-19 abría una oportunidad de reformas del Estado, en particular servicios esenciales de salud, educación e infraestructura, sistemas de compras y profesionalización del servicio público, así como de la economía, ninguno de los tres gobiernos, ni las asambleas legislativas, asumieron centralmente esa agenda.
Los impactos socioeconómicos de la pandemia son notables y dado que es un fenómeno global repercute en todos los campos. Los escenarios de pérdidas de empleos formales, por ejemplo, son críticos. Si la recuperación económica ocurre en la forma de una “V” (caída y recuperación, rápidas), en los tres países del norte de Centroamérica se perderían no menos del 8% de los puestos de trabajo. En cambio, si el comportamiento de la economía se asemeja a una “J” invertida (caída y recuperación de mediano plazo y no vigorosa), los empleos perdidos serían equivalentes casi al 15%. El peor escenario es la ruta en “L”, o sea, una recesión prolongada, que anularía más de una quinta parte de los empleos registrados antes de la pandemia (Tabla 1).
Tabla 1.
Países del Norte de Centroamérica:
Escenarios de pérdidas de empleos formales
PEA (en millones) | (en porcentajes) | |||||
Formal | Informal | Crisis “V” | Crisis “J” (Invertida) | Crisis “L” | ||
El Salvador | 0.80 | 2.00 | -8.60 | -15.50 | -23.90 | |
Guatemala | 1.30 | 5.60 | -7.50 | -13.60 | -21.10 | |
Honduras | 0.60 | 3.20 | -7.90 | -13.90 | -21.10 |
Fuente: BID, 2020.
Escenarios aún más dramáticos (Icefi, 2020), con las premisas de una caída del turismo en 33%, de las remesas familiares en 20% y de las exportaciones en 20%, más una contracción del PIB subregional del 4% y del 8% de la recaudación tributaria, impactarían en la pérdida de 216,165 empleos en El Salvador; 550,060 en Guatemala y 261,328 en Honduras.
Los escenarios están sujetos a variables, a veces, independientes, como la capacidad de recuperación de los socios comerciales de estos países, los ajustes que sufrirá probablemente el proceso de globalización en la post pandemia, cambios en la geopolítica del crimen organizado, reformas de la política migratoria de Estados Unidos y otros; pero también estarán influidos por decisiones internas en los países, como las de abrir o no concertaciones nacionales para producir reformas normativas e institucionales en el Estado, incluyendo el fortalecimiento del Estado de derecho, e introducir cambios en el estilo de crecimiento económico y otros modelos de negocios que profundicen los mercados locales y regionales.
La pérdida de empleo formal desencadena dos dinámicas: 1) Incremento del subempleo, es decir, del trabajo informal, que en el mejor de los escenarios sería del 8% promedio en los tres países; y 2) Potencia los factores de expulsión: si al desempleo se suman factores de inseguridad ciudadana, aumento de la conflictividad social y violencia intrafamiliar, y además, pérdida de la gobernabilidad democrática. Las proyecciones de la CEPAL indican que la pandemia dejará a los tres países del norte de Centroamérica con más de 3 millones de personas en condición de pobreza y pobreza extrema: 1.3 millones serán “nuevos pobres”, que descienden de las clases medias bajas y 1.1 millones de pobres estarán en condiciones de extrema pobreza, es decir, de no obtener los ingresos suficientes para acceder a la canasta básica de supervivencia. Paradójicamente, El Salvador, el país de la subregión con mejor institucionalidad relativa para enfrentar los impactos de la crisis sanitaria, tiene, proporcionalmente, en el escenario de la CEPAL, los peores resultados en términos de caída del nivel de vida de la población (Tabla 2).
Tabla 2
Países del norte de Centroamérica:
Escenario de caída de ascensor social precipitado por el Covid-19
“Nuevos” pobres | “Nuevos” extrema pobreza | Total | |
El Salvador | 435,400 | 302,000 | 797,300 |
Guatemala | 45,000 | 435,000 | 885,000 |
Honduras | 390,600 | 325,500 | 716,100 |
Fuente: Elaboración propia en base a Cepal (2020).
Desde un enfoque de gobernabilidad democrática y migraciones irregulares en la subregión, el dato sobre “nuevos pobres” es significativo. Por un lado, pareciera ser el sector más propenso a movilizaciones y protestas callejeras (Latinobarómetro, 2020), pues previsiblemente va a resistir el descenso de su calidad de vida. Por otro lado, representa un capital humano con capacidades y destrezas que son demandadas por actividades esenciales en Estados Unidos, en el periodo de la post pandemia. El escenario de incremento de la extrema pobreza va a deprimir varias regiones en el norte de Centroamérica, agudizando la desnutrición infantil (Tabla 3) y fortaleciendo la “gobernabilidad alternativa”, que ofrece en varias regiones, especialmente en Guatemala y Honduras, el crimen organizado. En Guatemala se estima que 3.5 millones de personas no tendrán los ingresos suficientes para procurar su alimentación.
Tabla 3
Países del Norte de Centroamérica:
Desnutrición infantil en niños menores de 5 años
Porcentaje | Número de niños | |
El Salvador | 13.6 | 79,000 |
Guatemala | 46.5 | 927,000 |
Honduras | 22.6 | 220,000 |
Fuente: FAO, 2018.
Las instituciones especializadas, locales e internacionales, han proyectado caídas severas de la economía. El promedio de baja del PIB en América Latina, estimado en agosto de 2020, era del 9%, aunque todas fuentes coinciden en que, excepto El Salvador, las bajas en la subregión serán menos severas (Tabla 4). El Salvador, con relativas mayores capacidades institucionales, parece mostrar una exposición macroeconómica más alta, a pesar de que un indicador de corto plazo para medir el comportamiento de la economía (el Índice Mensual de la Actividad Económica), señala que es Honduras el país más golpeado (caída del 9.4%, que se compara con El Salvador, -7.2%, y Guatemala -4.1%).
Correlacionando esos datos con la evolución del flujo de remesas familiares entre enero y julio de 2020 que, como se argumentó en este informe, tiene un notable impacto macroeconómico, al cerrar las brechas externas y quizá menor repercusión microeconómica, pues apenas cierran la brecha de un ingreso familiar con empleo formal en el país de origen, es probable que el comportamiento de la actividad económica de corto plazo en estos países esté influenciado por esos flujos de capital. La caída promedio de las remesas, durante este periodo (Tabla 5), ha sido ligeramente mayor en El Salvador (4.68%) que en Honduras (3.10%) y, en cambio, en Guatemala resultó levemente positivo (2.00%), cuestionando las proyecciones de los centros especializados, que estimaban al inicio de la pandemia una caída promedio del 20% al final de 2020. La explicación, en parte, tiene que ver con la ocupación de los migrantes en actividades económicas esenciales en sus lugares de destino.
Tabla 4
Países del norte de Centroamérica:
Escenarios de evolución del PIB en 2020
Bancos Centrales (enero 2020) | FMI (abril 2020) | Banco Mundial (abril 2020) | Cepal (julio 2020) | |
El Salvador | 2.5 | -5.4 | -4.3 | -8.6 |
Guatemala | 3.6 | -2.0 | -1.8 | -4.1 |
Honduras | 3.5 | -2.4 | -2.3 | -6.1 |
Fuente: Bancos Centrales, FMI, BM y Cepal.
Tabla 5
Países de Centroamérica:
Flujo de las remesas familiares (enero-julio 2020, en millones US$)
2019 | 2020 | Diferencia | |
El Salvador | 3,227.2 | 3,076.3 | -150.9 |
Guatemala | 5,874.7 | 5,859.0 | 84.3 |
Honduras | 2,619.0 | 2,499.0 | -120.0 |
Fuente: Elaboración propia en base a los bancos centrales de El Salvador, Guatemala y Honduras.
Los escenarios que abrió la emergencia global de la pandemia del Covid-19, tienden a reforzar los factores de expulsión desde los países del norte de Centroamérica y tenderán a reforzar la tesis de trabajar desde los gobiernos y las sociedades que forman parte del corredor migratorio en un acuerdo de gobernanza de las migraciones irregulares, aunque en los tiempos de la emergencia los países siguen la tendencia del auto encierro, baja cooperación bilateral y la escasa capacidad de respuesta de los sistemas multilaterales de diálogo político, como la OEA y la ONU.
Hacia una política centroamericana de largo aliento
Tradicionalmente los Estados Unidos ha reaccionado a las crisis geopolíticas en Centroamérica. Cada vez que se despiertan los problemas en la región, se activan mecanismos de emergencia a los cuales se les da atención, hasta que la alarma se mitiga. Así fue durante la guerra fría -que incendió la región-, con la guerra de las drogas que ha recrudecido en lo que va de este siglo, y así está ocurriendo con la emergencia migratoria irregular.
Si la administración Biden interioriza “ir a la raíz”, a “las causas” de la migración irregular, debe adoptar una política de largo plazo con Centroamérica para ganar gobernanza en la región, es decir, bienestar y seguridad. No será suficiente con aprobar, como se hizo desde octubre de 2014 y hasta 2020, una Ley de Asignaciones Globales que establece 16 condicionalidades para la asistencia a los tres países del norte del istmo. De todos modos, esas condicionalidades no fueron exigidas en 2018 y 2019, aunque explícitamente y de manera prioritaria se hablaba de apoyo a la Misión de Apoyo contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH) y a la Comisión Internacional contra la Corrupción y la Impunidad en Guatemala (CICIG), así como de fortalecimiento del Estado de Derecho y las garantías de independencia judicial.
El enfoque de cooperación, después de 60 años, iniciando con la Alianza para el Progreso del presidente John F. Kennedy, bajo la emergencia de los movimientos marxistas insurrectos en la zona, no modificaron la raíz de la desigualdad social y la pobreza. Tampoco la Iniciativa de la Cuenca del Caribe del presidente Ronald Reagan en 1982, en lo álgido de las guerras civiles en la región, y que más tarde, bajo la administración Clinton, se traducirían en Tratados de Libre Comercio.
El desafío es promover reformas económicas y políticas profundas, pero los actores centroamericanos comprometidos no están preparados, no tienen la fuerza; es más, están siendo asfixiados por los regímenes depredadores. Los gobiernos y los Congresos o Asambleas Nacionales, como anoté, están capturados bajo tres candados, desde fuera y desde adentro, pues al viejo sistema concentrador y excluyente les hacen compañía, y los condicionan, las redes de corrupción y los agentes del crimen organizado que tienen conexiones transnacionales.
Las grandes cámaras empresariales están temerosas, piensan en su supervivencia individual y de muy corto plazo (cuando están encartados en casos judiciales) y hacen planes de crecimiento fuera de la realidad de crisis del Estado de Derecho y, en general, de crisis de gobernabilidad democrática que está ocurriendo en estos países. La realidad es que los empresarios tradicionales han perdido, desde hace más de una década, la dirección de sus barcos. Pueden comenzar a verse en el espejo de Venezuela y de Nicaragua, dependientes de regímenes dictatoriales con vínculos con la economía criminal y erosionando de manera acelerada su capital de negocios (legitimidad, reputación).
Por otro lado, no hay oposición democrática robusta y la sociedad civil organizada hace muchas cosas, pero no puede reemplazar a la clase política y tampoco tiene asegurado el link, la coordinación ni compaginación de agendas con los movimientos populares, como para coordinar expresiones de fuerza en las calles y carreteras, aunque ese es el desafío inmediato.
El abordaje del cambio está en la política migratoria centroamericana de Estados Unidos. Lo que el presidente Biden está poniendo en marcha es muy necesario y envía buenas señales, pero no es suficiente. No es suficiente para el tratamiento sostenible de la migración centroamericana, no es suficiente para remover las raíces del problema, no es suficiente para ganar la gobernanza de los flujos masivos flujos migratorios y no es suficiente para desalojar a las redes corruptas y criminales que capturan el Estado. Estados Unidos debe dar un paso más; debe diseñar una política migratoria centroamericana regular, ordenada y segura de grandes alcances.
Una política migratoria para el desarrollo y la democracia
La primera razón es ya estructural: la economía estadounidense ha generado en lo que va de este siglo más de 20 millones de puestos de trabajo en ramas de actividad a las que su población solo cubre el 20%. El 80% restante de esa demanda de trabajo la cubren los migrantes, de los cuales 8 de cada diez son centroamericanos y mexicanos. Quiere decir que los Estados Unidos necesita el perfil de nuestros migrantes para hacer funcionar una parte importante de su economía, que incluye actividades esenciales.
Bajo las actuales condiciones, el migrante indocumentado es una suerte de trabajador informal, despojado de su condición ciudadana: no lo respalda un contrato de trabajo que garantice salarios competitivos, horarios regulados, seguridad social y otras prestaciones. Bajo esas reglas no escritas, es claro que disminuyen los costos de producción en Estados Unidos.
La otra cara de la moneda es que la migración irregular aumenta los costos humanos (tantas masacres de migrantes centroamericanos en territorio mexicano) y también los de seguridad, pues los narcotraficantes y las redes de trata de personas usan como escudo humano a los migrantes. La segunda razón, entonces, es que a mediano plazo la migración irregular no resultará un buen negocio para los Estados Unidos, que se verá rodeado de un puñado de Estados fallidos, mafiosos y criminales, y atendiendo constantes crisis humanitarias, sea por razones políticas o de violencia criminal, sea por hambre en economías colapsadas o por desastres naturales.
Si en los próximos cuatro años la administración Biden quiere tener una buena condicionalidad hacia Centroamérica, esa puede ser la certificación de migrantes regulares en un volumen significativo. Se trata de impulsar una política plena de regularización migratoria de trabajadores temporales centroamericanos que esté vinculada explícitamente a estrategias de desarrollo y fortalecimiento democrático en la región.
Eso tiene las siguientes ventajas: la primera es que promueve una masa crítica en nuestros países para que los gobiernos, partidos, empresarios y demás actores tengan una presión seria: si no cumplen sus compromisos internacionales en derechos humanos, Estado de Derecho, lucha contra el crimen y la corrupción, y otros, no tendrán beneficios migratorios.
Será un incentivo para que la ciudadanía se movilice presionando a sus gobiernos a fin de que cumplan sus propias Constituciones y demás leyes internas, así como sus compromisos internacionales adquiridos en instancias multilaterales. Y el siguiente paso: que saneen y reformen sus instituciones, en particular el régimen político electoral, y su modelo económico y de negocios, a fin de abrir oportunidades.
Los centroamericanos querrán migrar con seguridad, tener empleos programados y retornar a sus hogares con ahorros. Y saber que en un siguiente periodo podrán acumular otro poco de capital para ir adquiriendo activos, además de mejorar su educación y formación para el trabajo. Y esta es la tercera razón: los millones de migrantes regulares estacionales, tendrán un compromiso con los principios de la democracia y el mercado sin privilegios, y contra la corrupción.
Esa dinámica, sostenida durante al menos dos décadas, puede generar cambios estructurales que darán bienestar y seguridad compartida entre Centroamérica, México y Estados Unidos, el actual corredor migratorio problemático. Sería el germen de otro régimen político en nuestros países.
Eso sí, será una condena para las elites que durante los últimos 30 años tuvieron la oportunidad de transformar nuestros países, tras superar las guerras civiles. El Salvador se adelantó rompiendo el sistema político producto de la paz, y da un salto al vacío con Bukele, porque no tiene alternativa. El resto de países de la zona estamos enfangados.
Esta propuesta puede desarrollarse desde la sociedad civil, desde la academia y las masas críticas de Centroamérica y con sus aliados en los Congresos y Asambleas Nacionales, además de alcaldes y otros poderes representativos. Difícilmente vendrá de los gobiernos centrales.
Se debe reflexionar y sustentar una propuesta de política migratoria que forme parte de un diseño de desarrollo y democracia. Promoverla, como centroamericanos, en las instancias civiles, académicas, de formación de opinión pública y, por supuesto, en la administración Biden y en el Capitolio.
El experto en política centroamericana de Estados Unidos, Eric Olson, ha planteado en diversas ocasiones que “urgen las reformas” pero que su aprobación estará cuesta arriba en el Capitolio y se pregunta si sería conveniente separar los aspectos migratorios de la política general centroamericana, para no quitar los dedos de las teclas de lucha contra corrupción y crimen, y fortalecimiento del Estado de Derecho en los países del norte de Centroamérica.
Un enfoque sistémico de la migración como eslabón estratégico de desarrollo y democracia es factible ahora, colgándolo de la propuesta del senador Menéndez y de la representante Sánchez: es abrazar una política de largo plazo en Centroamérica y no seguir reaccionando a las coyunturas críticas, que siguen degradando el bienestar de las poblaciones y vaciando de contenido las democracias.
[1] Esos acuerdos suscritos en 2019 despertaron enorme polémica en Centroamérica, en particular en Guatemala, donde un grupo de ex cancilleres que se desempeñaron en varios gobiernos del periodo democrático, interpusieron un recurso de inconstitucionalidad y fueron amparados por el Tribunal. Básicamente argumentaron que el ACA era inoperante mientras el Congreso de la República no lo aprobase. Sin embargo, el entonces presidente Jimmy Morales nunca lo sometió al parlamento y el ACA operó de hecho. Los términos del Acuerdo nunca fueron públicos, y hasta que el presidente Biden lo derogó se pudo confirmar de que sí estaba vigente.